Los agujeros negros se caracterizan por tener un campo gravitatorio extraordinario tal que atrapan tanto la materia como la luz: nada escapa a su gravedad. De forma análoga, el despilfarro alimentario hace inútiles los esfuerzos de descarbonización emprendidos en la producción de alimentos, pues los vierte directamente a un sumidero.
La obtención de alimentos para satisfacer las necesidades de los 11 000 millones de personas que previsiblemente habitaremos este planeta en el año 2100 es uno de los retos más importantes establecidos en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) marcados por la Agenda 2030 de la ONU. Específicamente el ODS2: Hambre cero. Pero también lo es alcanzar esta meta de forma sostenible (ODS12: Producción y consumo responsable), para lo cual debemos reducir el desperdicio de alimentos.
Definición de desperdicio alimentario
El desperdicio de alimentos se refiere a cualquier pérdida de alimentos por deterioro o desecho. Por tanto, el término desperdicio engloba la pérdida de alimentos y los residuos alimentarios.
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La pérdida de alimentos se refiere a la disminución de la masa (materia seca) o del valor nutritivo (calidad) de los alimentos destinados originalmente al consumo humano.
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Los residuos alimentarios se refieren al conjunto de desechos de alimentos aptos para el consumo humano, ya sea después de haberlos conservado más allá de su fecha de caducidad o de haberlos dejado estropearse.
La obtención de alimentos de la tierra (agricultura y ganadería) o del mar (pesquerías) implica el consumo de materia y energía que lleva asociado un impacto ambiental. Este se cuantifica con los indicadores de huella de carbono (emisión de gases de efecto invernadero expresada como la masa de dióxido de carbono equivalente a lo largo de todas las etapas del ciclo de vida del producto) y huella hídrica (consumo de agua a lo largo de todo el ciclo de vida).
El despilfarro de alimentos a lo largo de la cadena de producción se convierte innecesariamente en residuo que es necesario gestionar. Aunque este residuo se gestione adecuadamente –mediante la obtención de compost, la producción de bioenergía o la obtención de productos de alto valor añadido– con el objetivo de cerrar el círculo, seguiremos sin ser sostenibles. Es necesario desacoplar esta tendencia si realmente buscamos una economía circular sostenible de la cadena alimentaria.
El despilfarro en números
A nivel mundial, el volumen de desperdicio alimentario estimado por la FAO es de 1 600 millones de toneladas al año. Esto supone una huella de carbono de 3 300 millones de toneladas de gases de efecto invernadero expresadas como CO₂ equivalente (CO₂e), aproximadamente unas 30-35 veces la emisión de gases de todo el parque móvil español en un año (considerando una media de recorrido anual de 25 000 kilómetros por vehículo).
En términos de huella hídrica, el volumen de agua anual utilizado en la producción de alimentos de origen agrícola que se pierde o desperdicia es de 250 km³, lo que equivale a tres veces el caudal anual medio del río Nilo o a 13 veces el caudal anual medio del río Ebro.
El despilfarro varía a lo largo de las etapas de ciclo de vida de los alimentos. En la etapa de consumo la cantidad de alimentos desperdiciada supone un 22 % del total, pero el volumen de emisiones de CO₂ que genera no es lineal. Se produce un efecto multiplicador, de forma que representa un 37 % de emisiones en relación al resto de etapas de la cadena de valor.
Esta diferencia se produce por un efecto acumulativo. Esto quiere decir que cuando despilfarramos en la etapa de consumo se incluye el efecto directo (por ejemplo, la energía al cocinar), pero también los efectos indirectos tanto en etapas previas (por ejemplo, la energía en la producción, almacenado, procesado y distribución) como en etapas posteriores (gestión final de los residuos).
Un informe del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente del 2021 situaba el desperdicio promedio en los hogares en 74 kg/persona/año. España presenta un valor superior a esa media mundial anual (77 kg/persona/año), en el rango elevado de los países europeos. La región del mundo con mejor comportamiento es Sudamérica, con valores medios de 70 kg/persona/año.
Consejos para reducir el desperdicio en casa
El despilfarro alimentario es un asunto que atañe a todos los actores involucrados en la cadena de valor: productores, distribuidores, vendedores, cocineros y consumidores. A continuación, se señalan algunos consejos para reducir el despilfarro alimentario en los hogares siguiendo los principios que nuestras abuelas han aplicado con sensatez desde siempre:
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Adaptar el consumo a lo que realmente necesitamos. Para ello, realizar la tarea de la compra en varios días de la semana permite planificar mejor las necesidades y, paralelamente, reducir el almacenamiento y la probabilidad de “olvidar” alimentos en la nevera y despensa.
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Cocinar nuestra propia comida. Además de ser más saludable, no cabe duda de que permite adecuar las porciones y, si se producen sobras, se puede recurrir a recetas que todas las gastronomías poseen para su reutilización.
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Adoptar la dieta tradicional de nuestra zona geográfica seguro que es más saludable y, sobre todo, sostenible al considerar productos de temporada y proximidad.
Si desea hacer un cálculo aproximado de la huella de carbono, huella hídrica y coste que supone el despilfarro de alimentos en su hogar y tener una evolución de la eficacia de las acciones puestas en marcha, puede consultar en abierto la tabla por alimentos en la que se basa uno de nuestros estudios sobre la concienciación sobre el despilfarro en la universidad.
Una correcta aplicación de la filosofía que subyace tras el concepto de economía circular sostenible implica no solo repensar y rediseñar los procesos y sistemas de producción sino también, de forma paralela, reconsiderar y revisar nuestro comportamiento como consumidores responsables. En consecuencia, el despilfarro alimentario es totalmente cuestionable desde un punto de vista ético, e inaceptable desde el punto de vista de la sostenibilidad (social, económica y ambiental).
*Gumersindo Feijoo Costa, Catedrático de Ingeniería Química, Universidade de Santiago de Compostela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.