En el imaginario colectivo, el cambio climático es un problema que afectará a las generaciones futuras. Pero lo cierto es que sus consecuencias ya han comenzado, como constata científicamente el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).
En los últimos meses hemos podido, además, asomarnos a la ventana de lo que será la nueva normalidad climática: récords de temperatura nunca vistos, sequías pertinentes seguidas de lluvias torrenciales, incendios devastadores a lo largo del planeta… Por desgracia, ya no basta con reducir de manera drástica las emisiones. Debemos pensar seriamente en adaptarnos a los cambios que se están produciendo, y a los que quedan por llegar.
Consecuencias para los bosques
Cuando hablamos de cambio climático, solemos pensar en los bosques como parte de la solución. Y efectivamente, son un importante sumidero de carbono por su capacidad de fijar dióxido de carbono de la atmósfera al hacer la fotosíntesis. Sin embargo, también ellos sufren las consecuencias del cambio climático. El aumento de temperaturas junto a las sequías prolongadas a menudo los llevan al límite.
En algunos casos acaban provocando fenómenos de mortalidad generalizada, llamados decaimiento. Esto pone en riesgo la salud de los ecosistemas, y conlleva además la pérdida de multitud de importantes servicios que nos prestan: regulación del ciclo del agua, fijación de carbono, provisión de bienes como maderas, pastos, o setas, ocio y turismo, hábitat de valor incalculable para la biodiversidad…
La buena noticia es que podemos ayudar a los bosques a adaptarse a estas nuevas condiciones, reduciendo las consecuencias negativas del cambio climático sobre los ecosistemas y, de paso, sobre los servicios ecosistémicos. Pero para ello es necesario actuar de forma urgente, sin esperar a que los efectos del cambio climático sean irreversibles. El reto es aplicar el mejor conocimiento técnico y científico disponible para reducir la vulnerabilidad del bosque frente a los impactos del cambio climático. Es precisamente lo que busca la gestión forestal para la adaptación.
Menos árboles, pero más sanos
Dentro de este tipo de gestión forestal, se incluyen diversas medidas. Un claro ejemplo es la selvicultura ecohidrológica, que propone, aunque parezca paradójico, que reducir el número de árboles fomenta bosques más sanos, con árboles más vigorosos y resistentes a las sequías. Pero no se puede hacer de cualquier manera, ya que el objetivo es optimizar el uso del agua por parte del ecosistema en su conjunto.
En otros casos, cuando los bosques son demasiado homogéneos, interesa fomentar una mayor diversidad de especies y modificar su estructura. Así conseguiremos que el ecosistema disponga de mayor complejidad, y tendrá un mayor abanico de opciones para poder responder y hacer frente a las condiciones futuras.
También hay que tener en cuenta los incendios forestales en la gestión, reduciendo el riesgo de incendio y fomentando la producción de semilla o rebrote, que aseguran la recuperación natural tras el fuego.
Además, en la restauración forestal ha llegado el momento de plantearse utilizar individuos o poblaciones que estén mejor adaptados a las nuevas condiciones climáticas que están llegando. Es lo que se conoce como migración asistida.
Protegiendo el pino carrasco
Pero como dice el refrán, “del dicho al hecho hay mucho trecho”. Por eso es necesario comprobar in situ cómo funcionan estas técnicas en sistemas reales. Es lo que buscan proyectos de conservación del medio natural como el Life ADAPT-ALEPPO, que implementa y desarrolla estrategias de reducción de la vulnerabilidad mediante herramientas de adaptación al cambio climático en bosques ibéricos de pino carrasco. Dicho pino, también llamado pino de Alepo (de ahí el nombre del proyecto), es la especie más característica del mediterráneo español, cubriendo más de 3.5 millones de hectáreas en esta región.
Este proyecto ha desarrollado una metodología para la detección temprana de los procesos de decaimiento en bosques de pino carrasco. Se han establecido más de 40 rodales demostrativos en la región mediterránea de la península ibérica (Cataluña, Aragón, Comunidad Valencia, Castilla-La Mancha y Murcia) donde validar las técnicas anteriormente descritas.
Para ello, se está realizando un seguimiento técnico que durará varios años para evaluar su efectividad y poder extraer conclusiones prácticas con las que adaptar la gestión forestal de estos hábitats. El objetivo final es contribuir a mejorar la resiliencia de los bosques de pino carrasco frente al cambio climático antropogénico. Además se generará un conocimiento muy valioso para poder replicar estas prácticas en bosques de otras especies y en otras zonas de España y del mediterráneo.
Daniel Moya Navarro, Profesor Titular e Investigador en grupo ECOFOR, Universidad de Castilla-La Mancha y Aitor Ameztegui, Profesor Serra-Húnter en la Universitat de Lleida e Investigador en el Grupo de Investigación ADAPTAFOR, del CTFC, Universitat de Lleida
* Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.