La sostenibilidad energética de un país no solo se mide por el impacto ambiental de su sistema energético a lo largo de toda su cadena de valor. También hay que analizar las repercusiones de dicho sistema sobre la economía y el poder adquisitivo de los ciudadanos, así como sobre la seguridad del suministro.
La batalla de la sostenibilidad energética de un país se dirime en tres frentes simultáneos. Para simplificar, podemos convenir que estos dibujan un triángulo de vértices definidos por los siguientes elementos:
- El medio ambiente, considerando impactos tanto a escala global como local.
- La economía, incluyendo preocupaciones que van desde las grandes cuentas del Estado a la pobreza energética, pasando por la competitividad de las empresas.
- La seguridad, fiabilidad y calidad de los suministros.
A esta complejidad se la conoce como “trilema energético”. La política convencional aconseja abordarlo tratando de buscar un equilibrio, más o menos dinámico, adaptado a cada caso concreto y a la coyuntura, entre los tres vértices comentados. Si adoptamos actuaciones muy decantadas hacia uno de ellos, se corre el riesgo de descuidar los otros dos frentes y perder la batalla.
Debemos aspirar a un sistema energético lo más limpio, barato y seguro posible. No nos podemos conformar con un suministro seguro y relativamente barato, aunque medioambientalmente sucio. Pero tampoco resulta recomendable aspirar a un suministro limpio, a costa de descuidar la seguridad o los costes.
Un indicador de sostenibilidad energética
Considerar conjuntamente los tres factores que se integran en el trilema energético constituye una primera aproximación práctica a la hora de evaluar el mayor o menor grado de sostenibilidad de las políticas energéticas de un determinado país o conjunto de países.
Un buen ejemplo de esta aplicación son los informes anuales que desde 2010 viene presentando el Consejo Mundial de la Energía bajo el título Índice mundial de trilema energético. En concreto, el informe correspondiente al año 2021 presenta un ranking en materia de sostenibilidad energética para 127 países, elaborado en base a una métrica denominada índice trilema (trilemma index).
En dicho ranking, las diez primeras posiciones están ocupadas por países de la OCDE, con siete puestos monopolizados por países europeos (España aparece en décimo lugar). Los tres restantes corresponden a Canadá, Estados Unidos y Nueva Zelanda.
La seguridad del suministro en Europa
En el caso de Europa, de los tres indicadores del trilema analizados en los informes del Consejo Mundial de la Energía, el correspondiente a la seguridad energética es el que, tradicionalmente, ha venido obteniendo peores resultados, particularmente en lo referente a la dependencia de las importaciones energéticas.
No en vano, tal y como se constata en las estadísticas energéticas de Eurostat correspondientes al año 2019, salvo Dinamarca, los restantes estados miembros de la UE-27 son, en mayor o menor grado, importadores netos de energía. La tasa de dependencia energética de la UE-27 para ese año se situó en torno al 61 % (frente al 56 % en el año 2000).
El lector interesado puede encontrar en Eurostat toda clase de detalles a propósito del mix de energías primarias, la producción de estas en el seno de la UE-27, la naturaleza, volumen y procedencia de las importaciones, así como sobre el grado de dependencia de esta últimas, tanto para el conjunto de la Unión como para cada uno de los Estados miembros.
¿De dónde viene el combustible?
Según dicha fuente, en 2019, las principales importaciones energéticas de la UE-27 fueron el crudo y los productos petrolíferos, que representaron casi dos tercios de las importaciones, seguidos por el gas natural (27 %) y el carbón (6 %).
Obviamente, en el caso de que una elevada proporción de tales importaciones se concentren en relativamente pocos proveedores externos, la seguridad del suministro energético puede verse amenazada. Y esto es precisamente lo que sucede con los tres combustibles fósiles citados, que en conjunto representan el 71.3 % del total de la demanda de energía primaria de la Unión Europea.
En 2019, casi dos tercios de las importaciones extracomunitarias de petróleo crudo procedieron de tan solo 6 países: Rusia (27 %), Irak (9%), Nigeria y Arabia Saudí (ambos 8%) y Kazajistán y Noruega (ambos 7%).
En el caso del gas natural, casi tres cuartas partes de las importaciones provinieron de 4 países: Rusia (41 %), Noruega (16 %), Argelia (8 %) y Qatar (5 %).
Y en lo que se refiere al carbón, más de tres cuartas partes de las importaciones procedieron de 3 países: Rusia (47 %), Estados Unidos (18 %) y Australia (14 %).
El talón de Aquiles de la UE
Sin duda, desde la perspectiva del trilema, la seguridad de suministro ha sido y sigue siendo el talón de Aquiles de la sostenibilidad energética de la UE-27. Este hecho, junto al impacto económico que para los Estados miembros y sus ciudadanos suponen la creciente dependencia de los mercados de aprovisionamiento (a menudo poco transparentes, sujetos a tensiones geopolíticas y, por tanto, muy volátiles) y a las preocupaciones medioambientales (principalmente asociadas al cambio climático y a la calidad del aire en las ciudades) justifican, al menos en teoría, la política energética de la UE.
Pero otra cosa muy diferente es cómo esta se está llevando en la práctica. Da la impresión de que, en vez de empeñarse en mantener el necesario equilibrio entre las tres facetas que integran el trilema energético, se ha apostado por pisar a fondo el acelerador en respuesta a la innegable emergencia climática, descuidando los frentes de la economía y la seguridad de suministro. Y, como resultado, la sucesión de imprevistos que desde la segunda mitad del año pasado están sucediéndose en los mercados globales de la energía constituyen una verdadera prueba de fuego para la sostenibilidad energética de la UE.
Los desequilibrios oferta-demanda asociados a la evolución de la covid-19 y, en el caso de la UE, la especulación en los mercados del CO₂, han desequilibrado el frente de la economía, con espectaculares subidas de precios del gas natural, el petróleo y la electricidad, que han repercutido gravemente en la industria y el poder adquisitivo de los ciudadanos. Y para acabarlo de arreglar, la crisis de Ucrania está suponiendo una importante presión adicional sobre la seguridad de suministro.
Para paliar la situación, la UE propone importar más gas natural licuado y acelerar la transición energética. Sin embargo, la primera opción podría incrementar aún más los precios de la energía –el gas natural licuado en el mercado al contado es notablemente más caro que el transportado por gasoducto–. Y la segunda, además de no ser una solución viable a corto término, tampoco soluciona las presiones sobre la seguridad de suministro a medio y largo plazo. Ciertamente, no sobre el suministro de combustibles fósiles, pero sí sobre los minerales críticos para la transición energética. Un tema que merecería mucha más atención.