A fin de ejecutar el acto de mayor crueldad imaginable, el protagonista del relato Tantalia –del argentino Macedonio Fernández– decide martirizar a un pequeño trébol privándolo de agua, provocándole sed y prometiéndole lluvias que jamás llegarán, todo ello sólo para regodearse con cómo el brote sufre en silencio, lo cual es una verdad a medias, pues como demostró un estudio de la Universidad de Tel Aviv, al irse secando las plantas emiten sonidos, pero en frecuencias tan altas (entre los 40 y los 80 kiloherzios) que apenas pocos animales, como los ratones, los murciélagos o algunos insectos, pueden escuchar.
Y es que al igual que la fauna, las plantas sienten estrés y lo expresan, sólo que de formas que recién empezamos a entender, explica el profesor Ulises Rosas, del Instituto de Biología de la UNAM. “Así como nosotros tiritamos cuando hace frío o gritamos de dolor, ellas responden a aquello que les hace daño como la desecación, las plagas o a si les cortamos con tijeras de jardinero el tallo o una rama”.
Tiene poco que comenzamos a aceptar que el reino vegetal posee una forma de percibir el mundo mucho más compleja de lo que nos habían dicho de niños en la escuela y, para ello, ha sido necesario deshacernos de demasiadas ideas heredadas, como la de que estos organismos son inertes o mudos, y ello gracias a personas que se han atrevido a preguntarse: ¿y si ello no fuese así, sino de otra manera?
Justo eso hizo un equipo de biólogos de la Universidad de Tel Aviv, quienes para esclarecer si hacen ruido o no, tomaron decenas de tomateras (Solanum lycopersicum) y plantas de tabaco (Nicotiana tabacum), las colocaron en una cámara insonorizada, les pusieron micrófonos a 10 centímetros de distancia y, como en el cuento de Macedonio Fernández, las privaron de agua por casi dos semanas.
Al principio, los aparatos registraron poco más que un largo silencio, pero con el correr de los días los ejemplares comenzaron a emitir sonidos parecidos al de palomitas de maíz al reventar, de inicio pocos y espaciados y, después, con una frecuencia que se intensificaba a medida que sus hojas se deshidrataban y pasaban del verde al amarillo.
“Nuestro planteamiento inicial era que, si las plantas producen sonidos, debían hacerlo en frecuencias ultrasónicas (entre los 20 y 250 kiloherzios), las cuales son inaudibles para el humano (el adulto promedio suele escuchar hasta los 16)”, planteó la profesora Lilach Hadany, líder de este estudio, en una entrevista difundida por su universidad.
Para complementar su experimento, los científicos israelís hicieron incisiones en algunos tallos y la respuesta fue similar: al percibir daño las tomateras y plantas de tabaco comenzaron a emitir ultrasonidos a un volumen similar al de la voz humana, hecho que dio pie a que aparecieran en revistas y periódicos titulares del estilo: “los tomates ‘gritan’ si los cortas”, frase no muy rigurosa en lo científico, pero sí cargada de cierta inventiva literaria parecida a la empleada por el escritor Macedonio Fernández cuando, en 1930, describía al hipotético ruido de su trébol martirizado como un “gritito abismante de dolor vegetal”.
Sin embargo, el profesor Ulises Rosas es enfático al señalar que las plantas no sienten dolor, al menos no como lo entendemos nosotros (ya que carecen de sistema nervioso), y que tampoco gritan, pues no tienen aparatos fonadores o cuerdas vocales, pero aclara que sí hacen ruidos por estrés y que ello se deben a un fenómeno físico llamado cavitación.
“Para transportar agua de su raíz a las hojas estos organismos cuentan con estructuras celulares parecidas a un popote por donde asciende una pequeña columna acuosa debido a un proceso de capilaridad, succión y evapotranspiración. El sonido producido por las plantas se debe a que dicho líquido transporta burbujas de aire que se rompen de súbito, como cuando sumergimos una pajilla de plástico en un vaso, sorbemos con fuerza y la bebida comienza a sonar”, indica el investigador de la UNAM.
En su obra Milagro en el día de San David, la poeta galesa Gillian Clarke relata un evento verídico que atestiguó, cuando un primero de marzo y con un jardín con narcisos a la vista, un paciente psiquiátrico a quien sus cuidadores creían mudo de pronto recitó un poema de Wordsworth, dejando a todos azorados y “observando el silencio de las flores”.
Para la profesora Hadany la conclusión de su experimento es contundente: “El mundo que nos rodea está lleno de sonidos vegetales”, y aunque podría coincidir con Gillian Clarke al señalar que algo que creíamos mudo de un momento a otro puede dejar de serlo, jamás describiría a los narcisos como “silenciosos”, pues si algo encontró tras microfonear a un sinfín de plantas es que “hasta el campo de flores más idílico es en realidad un sitio ruidoso, sólo que no lo podemos escuchar”.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca
Al revisar sus notas, un dato que sorprendió a los biólogos de la Universidad de Tel Aviv fue que cada tipo de planta tenía una huella sonora única, es decir, que emitía un sonido particular que hacía posible diferenciar, mediante algoritmos e inteligencia artificial, si se trataba de —por ejemplo— una tomatera o de un ejemplar de tabaco, y no sólo eso, sino que dichos ruidos diferían según el estrés experimentado, o sea, que era posible distinguir si se debían a falta de agua, a alguna enfermedad o a si se les había quebrado una rama o tallo.
Para Itzhak Khait, otro de los participantes en el experimento, esto abre puertas para practicar la llamada “agricultura de precisión” (disciplina agrícola que aprovecha las nuevas tecnologías), ya que al saber qué emisión acústica hace un cultivo al ser atacado por una plaga o cuando requiere riego, permitiría tomar medidas oportunas para evitar su merma o pérdida, algo crucial en un mundo que comienza a experimentar los estragos del calentamiento global y las sequías que le acompañan.
Hasta ahora se sabe que los ruidos del reino vegetal son informativos y no comunicativos, o sea, que aportan datos sobre las plantas, pero no implica que éstas los usen para comunicarse entre sí, aunque en opinión del profesor Ulises Rosas, el que quizá lo hagan es una posibilidad que no debemos descartar porque “en el sonido esté el mensaje”, añade.
El investigador de la UNAM refiere que hace no mucho se demostró que ciertas flores “escuchan”, es decir, que captan las vibraciones en el aire debidas a sonidos, y que en cuanto detectan el zumbido de una abeja comienzan a generar más néctar, y más dulce, a fin de atraerla, por lo que no desestima que también puedan “oír” muchas cosas más.
“Las plantas son organismos muy versátiles y capaces de percibir aspectos tan complejos como la temperatura, la cantidad de minerales en el suelo, la dirección e intensidad del Sol, los campos electromagnéticos o —como recién se evidenció— los sonidos. Se dice que los humanos tenemos cinco sentidos, estoy seguro de que ellas tienen muchos más”.
Desde hace tiempo sabemos que las plantas se comunican entre sí, sólo que mediante compuestos volátiles como los jasmonatos o por contacto entre raíces, pero aún es incierto de que puedan hacerlo sonoramente. Es en este escenario que el profesor Rosas propone formularnos la siempre recurrente pregunta de ¿y si no fuese así, sino de otra manera? “Si las plantas están generando sonidos es porque alguien más está escuchando, puede tratarse de un animal o, aquí viene la especulación, de otra planta. ¿Para qué? Quizá para advertir: ‘oye, me estoy secando, prepárate porque en breve te puede pasar a ti’. He ahí un terreno muy fértil para investigar; se avecinan tiempos interesantes para la botánica”.